domingo, 25 de noviembre de 2012

¿Cómo aprendí a jugar Ajedrez? Por J.R. Capablanca



(Colaboración especial de Capablack para PINALCHESS) 

Presentamos un artículo de José Raúl Capablanca publicado Munsey’s Magazine, Octubre de 1916:

‘Recuerdo claramente mi primera partida de ajedrez. Yo acababa de pasar los cuatro años – hace 23 años atrás. Deprimido con un sentimiento de aburrimiento, los cuales son causados frecuentemente por los días calurosos en La Habana, y habiendo fracasado en mi búsqueda de algo interesante en las acciones o historias de los soldados del Castillo del Morro, donde era mi costumbre pasar la mayor parte del día, dirigí mis pasos hacia una de las torres de la fortaleza, para buscar con mi padre la manera de salir de este agobiante aburrimiento.
Conviene aclarar que mi padre, era un buen soldado, pero mal ajedrecista. Él cumplía servicio como teniente en la división de caballería del ejército Español designado en La Habana, en el Castillo del Morro.

Castillo del Morro en La Habana

Como consecuencia de ello, mis compañeros eran soldados y mi campo de juego un fortaleza militar. Aquí solía escuchar historias de guerras, de estrategias de batalla y de héroes militares. Esto atrajo en mí el encanto hacia la vida militar. Y aquí pude comprender, aun siendo un chiquillo, la importancia que tiene para un soldado la buena planeación en el ataque o la defensa.

Interior del Castillo del Morro con los cañones de la época

Cuando entré a las habitaciones de mi padre, vi una escena que de inmediato captó mi atención. En el centro del recinto estaba sentado mi padre, con la cabeza apoyada en la palma de las manos, sus ojos mirando fijamente la mesa. Enfrente a él se hallaba otro oficial, en idéntica actitud; ambos parecían absortos y nadie decía una palabra. Me aproximé, y entonces tuve mi primera visión de un tablero de ajedrez.

Sin alterar el silencio reinante, me situé ante la mesa de manera que pudiera ver cómodamente lo que acontecía.  Mi curiosidad infantil pronto comenzó a crecer hasta transformarse en maravillado asombro; al ver cómo mi padre movía aquellas peculiares piezas talladas de una casilla a otra del tablero, sentí una espontánea fascinación por aquel juego.

Soldado español en
 la Cuba colonial

Tuve la impresión de que aquello debía tener alguna significación militar, de acuerdo al interés que ambos soldados manifestaban. Entonces comencé a concentrar mi atención para descubrir cómo debían moverse aquellas piezas. Al terminar la partida estaba seguro de haber aprendido las reglas del juego.

Comenzó una segunda partida; en aquel momento, ni el embrujo de un cuento de “Las mil y una noches” me hubiera fascinado tanto. Seguí cada movimiento con apasionada atención; habiendo resuelto el primer misterio del ajedrez – el movimiento de las piezas – comencé a observar los principios que regían el juego.

El niño José Raúl y su padre

Aunque sólo tenía cuatro años en aquel momento, aprecié muy pronto que una partida de ajedrez debía compararse con una batalla militar; algo que implicaba un ataque por parte de uno de los jugadores, y la correspondiente defensa por parte del otro. Acciones de esta naturaleza siempre causaban una profunda impresión en mí. Recuerdo con qué deleite solía escuchar las historias de los soldados sobre la captura de un reducto o la emboscada de un ejército.

Creo que mi temprana y muy poderosa atracción por el ajedrez tiene relación con la mentalidad que había desarrollado debido al entorno militar que me rodeaba, así como a una peculiar intuición.

Aquella tarde ocurrió un incidente que marcaría toda mi carrera de ajedrecista. Durante la segunda partida, noté que mi padre había movido un caballo no de acuerdo a las reglas, lo que no fue advertido por su rival. Mantuve un escrupuloso silencio hasta el final del juego, y entonces hice notar a mi padre su error.

El joven Capablanca

Al principio me trató con la característica tolerancia del padre que escucha una tontería de la boca de su hijo pequeño; mis crecientes protestas, producto de la convicción que tenía de haber adquirido un nuevo e importante conocimiento, así como las dudas surgidas en su oponente, le llevaron muy pronto a preguntarse si, realmente, no había cometido una equivocación. Sabía, sin embargo, que yo no había visto jamás disputar antes una partida de ajedrez, y me dijo, con mucha discreción, que dudaba mucho de que yo supiera realmente de qué estaba hablando.

Mi respuesta fue desafiarlo a jugar una partida; no sé si creyó que yo me había vuelto loco, o si quiso darme una lección y evitar nuevos momentos incómodos delante de su amigo, pero lo cierto es que aceptó mi desafío, esperando sin duda una rápida capitulación de mí parte. Cuando se dio cuenta de que yo conocía el movimiento de las piezas, se sintió evidentemente desconcertado.

Al finalizar el juego, no puedo decir si estaba más afectado por el asombro, la mortificación o el placer, porque le gané mi primera partida de ajedrez.

Después de este incidente, los amigos de mi padre comentaban insistentemente que yo era un niño con facultades especiales. Algunos de ellos llegaron incluso a llamarme un prodigio, y a predecir que indudablemente llegaría a convertirme en uno de los más grandes maestros de ajedrez del mundo. Cuando aún recuerdo aquellos días, me siento bien de no haber sido considerado un niño maravilla. No recuerdo que fuese particularmente bendecido con los atributos que acompañan a un genio, como comúnmente se coloca en las biografías – el reconocimiento precoz de la inmensidad de la naturaleza, de la belleza y la complejidad del cosmos, y toda esa clase de cosas.

Como particularidad de hecho, aprecio como uno de mis talentos especiales mi habilidad más que común para el tan eminentemente mundano pero noble juego del béisbol americano. ¡Tal cosa, seguramente, debe ser ajena al genio!

La persuasión de los amigos de mi padre finalmente hizo que me llevara hasta un especialista del cerebro en La Habana. Mientras todos ellos sugerían que mi talento como jugador de ajedrez debería ser desarrollado mediante un curso de entrenamiento especial, mi padre prefería que me mantenga en el mismo ambiente donde se forma un niño promedio. Para las muchas sugerencias de mi posible explotación en el campo del ajedrez, él persistentemente prestaba oídos sordos. Así es como finalmente acudimos al especialista del cerebro -una tarea muy odiosa para mí.

Aquel individuo con gafas y bigote, después de hacerme un examen, anuncio a la manera de un vidente que yo poseía una capacidad cerebral extraordinaria para un niño de mi edad, y aconsejo que debían de prohibirme jugar al ajedrez.

Yo estaba realmente decepcionado, ya que mi amor por el juego se había convertido en una pasión. No fue hasta que cumplí los ocho años de edad que,  a razón de la insistente solicitud de los amigos de mi padre, que él consintió en llevarme al Club de Ajedrez de La Habana, el cual en aquel tiempo contaba entre sus numerosos miembros con varios jugadores de marcada reputación. Aquí reanude el juego, pero sólo a una escala moderada; y pronto tuve el placer de enfrentarme con los mejores jugadores del club.

La primera partida que jugué con un adversario de reputación mundial fue cuando Taubenhaus, el famoso experto parisino, visitó La Habana. En aquella época yo tenía apenas cinco años de edad. Taubenhaus me ofreció la dama de ventaja, y cuando terminamos la primera partida él jugó otra en las mismas condiciones. Algunos años atrás, cuando fui de visita a París, después del torneo San Sebastián, encontré a Taubenhaus, y en nuestra conversación él habló de esas dos partidas, diciendo que él había tenido la impresión de haber perdido ambas.

El Maestro Jean Taubenhaus, 
Varsovia 14/12/1850 -  Paris 14/ 09/1919  

La pregunta que más frecuentemente me hacen es ¿a qué atribuyo mi precoz inicio en el ajedrez? Apenas puedo decir que se debió en parte a un dominio de los principios del juego, nacido de lo que a menudo sentí que era una peculiar intuición, y en parte por que poseía una memoria especialmente desarrollada – una memoria mucho más desarrollada que la de un niño normal de cuatro años.

Recuerdo cómo los soldados de la fortaleza de La Habana encontraron diversión en colocarse delante del dependiente de la guarnición – ¡el pobre hombre! – y frente a mí. Entonces comenzaban a leer grandes cantidades que nosotros debíamos sumar, dividir, y multiplicar. Yo siempre ofrecía la respuesta correcta antes de que el dependiente pudiera comenzar. Además, aunque no pretendo decir que mi memoria era en ese entonces la de un Macaulay o un John Stuart Mill, era un hecho que en la escuela, después de una segunda lectura de siete páginas de historia, lo podía recitar literalmente todo de memoria.


No es correcto asumir, sin embargo, que mi habilidad en ajedrez depende solamente de una memoria superdesarrollada. En el ajedrez, la memoria puede ser una ayuda, pero no es indispensable. Actualmente mi memoria está  muy lejos de lo que era en mi temprana juventud, pero mi juego es indudablemente mucho más fuerte que en ese entonces. La maestría en ajedrez y la brillantez del juego no dependen mucho de la memoria como si del peculiar funcionamiento de las facultades del cerebro.’


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