(Colaboración especial de Capablack para PINALCHESS)
Presentamos un
artículo de José Raúl Capablanca publicado Munsey’s
Magazine, Octubre de 1916:
‘Recuerdo
claramente mi primera partida de ajedrez. Yo acababa de pasar los cuatro años –
hace 23 años atrás. Deprimido con un sentimiento de aburrimiento, los cuales
son causados frecuentemente por los días calurosos en La Habana, y habiendo
fracasado en mi búsqueda de algo interesante en las acciones o historias de los
soldados del Castillo del Morro, donde era mi costumbre pasar la mayor parte
del día, dirigí mis pasos hacia una de las torres de la fortaleza, para buscar
con mi padre la manera de salir de este agobiante aburrimiento.
Conviene
aclarar que mi padre, era un buen soldado, pero mal ajedrecista. Él cumplía
servicio como teniente en la división de caballería del ejército Español
designado en La Habana, en el Castillo del Morro.
Castillo del Morro en La Habana
Como
consecuencia de ello, mis compañeros eran soldados y mi campo de juego un
fortaleza militar. Aquí solía escuchar historias de guerras, de estrategias de
batalla y de héroes militares. Esto atrajo en mí el encanto hacia la vida
militar. Y aquí pude comprender, aun siendo un chiquillo, la importancia que
tiene para un soldado la buena planeación en el ataque o la defensa.
Interior del Castillo del Morro con los cañones de la época
Cuando entré a
las habitaciones de mi padre, vi una escena que de inmediato captó mi atención.
En el centro del recinto estaba sentado mi padre, con la cabeza apoyada en la
palma de las manos, sus ojos mirando fijamente la mesa. Enfrente a él se
hallaba otro oficial, en idéntica actitud; ambos parecían absortos y nadie
decía una palabra. Me aproximé, y
entonces tuve mi primera visión de un tablero de ajedrez.
Sin alterar el
silencio reinante, me situé ante la mesa de manera que pudiera ver cómodamente
lo que acontecía. Mi curiosidad infantil
pronto comenzó a crecer hasta transformarse en maravillado asombro; al ver cómo
mi padre movía aquellas peculiares piezas talladas de una casilla a otra del
tablero, sentí una espontánea fascinación por aquel juego.
Soldado español en
la Cuba colonial
Tuve la
impresión de que aquello debía tener alguna significación militar, de acuerdo
al interés que ambos soldados manifestaban. Entonces comencé a concentrar mi
atención para descubrir cómo debían moverse aquellas piezas. Al terminar la
partida estaba seguro de haber aprendido las reglas del juego.
Comenzó una
segunda partida; en aquel momento, ni el embrujo de un cuento de “Las mil y una
noches” me hubiera fascinado tanto. Seguí cada movimiento con apasionada
atención; habiendo resuelto el primer misterio del ajedrez – el movimiento de
las piezas – comencé a observar los principios que regían el juego.
El niño José Raúl y su padre
Aunque sólo
tenía cuatro años en aquel momento, aprecié muy pronto que una partida de
ajedrez debía compararse con una batalla militar; algo que implicaba un ataque
por parte de uno de los jugadores, y la correspondiente defensa por parte del
otro. Acciones de esta naturaleza siempre causaban una profunda impresión en
mí. Recuerdo con qué deleite solía escuchar las historias de los soldados sobre
la captura de un reducto o la emboscada de un ejército.
Creo que mi
temprana y muy poderosa atracción por el ajedrez tiene relación con la
mentalidad que había desarrollado debido al entorno militar que me rodeaba, así
como a una peculiar intuición.
Aquella tarde
ocurrió un incidente que marcaría toda mi carrera de ajedrecista. Durante la
segunda partida, noté que mi padre había movido un caballo no de acuerdo a las
reglas, lo que no fue advertido por su rival. Mantuve un escrupuloso silencio
hasta el final del juego, y entonces hice notar a mi padre su error.
El joven Capablanca
Al principio me
trató con la característica tolerancia del padre que escucha una tontería de la
boca de su hijo pequeño; mis crecientes protestas, producto de la convicción
que tenía de haber adquirido un nuevo e importante conocimiento, así como las
dudas surgidas en su oponente, le llevaron muy pronto a preguntarse si,
realmente, no había cometido una equivocación. Sabía, sin embargo, que yo no
había visto jamás disputar antes una partida de ajedrez, y me dijo, con mucha
discreción, que dudaba mucho de que yo supiera realmente de qué estaba
hablando.
Mi respuesta
fue desafiarlo a jugar una partida; no sé si creyó que yo me había vuelto loco,
o si quiso darme una lección y evitar nuevos momentos incómodos delante de su
amigo, pero lo cierto es que aceptó mi desafío, esperando sin duda una rápida
capitulación de mí parte. Cuando se dio cuenta de que yo conocía el movimiento
de las piezas, se sintió evidentemente desconcertado.
Al finalizar el
juego, no puedo decir si estaba más afectado por el asombro, la mortificación o
el placer, porque le gané mi primera partida de ajedrez.
Después de este
incidente, los amigos de mi padre comentaban insistentemente que yo era un niño
con facultades especiales. Algunos de ellos llegaron incluso a llamarme un
prodigio, y a predecir que indudablemente llegaría a convertirme en uno de los
más grandes maestros de ajedrez del mundo. Cuando aún recuerdo aquellos días,
me siento bien de no haber sido considerado un niño maravilla. No recuerdo que
fuese particularmente bendecido con los atributos que acompañan a un genio,
como comúnmente se coloca en las biografías – el reconocimiento precoz de la
inmensidad de la naturaleza, de la belleza y la complejidad del cosmos, y toda
esa clase de cosas.
Como
particularidad de hecho, aprecio como uno de mis talentos especiales mi
habilidad más que común para el tan eminentemente mundano pero noble juego del
béisbol americano. ¡Tal cosa, seguramente, debe ser ajena al genio!
La persuasión
de los amigos de mi padre finalmente hizo que me llevara hasta un especialista
del cerebro en La Habana. Mientras todos ellos sugerían que mi talento como
jugador de ajedrez debería ser desarrollado mediante un curso de entrenamiento
especial, mi padre prefería que me mantenga en el mismo ambiente donde se forma
un niño promedio. Para las muchas sugerencias de mi posible explotación en el
campo del ajedrez, él persistentemente prestaba oídos sordos. Así es como
finalmente acudimos al especialista del cerebro -una tarea muy odiosa para mí.
Aquel individuo
con gafas y bigote, después de hacerme un examen, anuncio a la manera de un
vidente que yo poseía una capacidad cerebral extraordinaria para un niño de mi
edad, y aconsejo que debían de prohibirme jugar al ajedrez.
Yo estaba
realmente decepcionado, ya que mi amor por el juego se había convertido en una
pasión. No fue hasta que cumplí los ocho años de edad que, a razón de la insistente solicitud de los
amigos de mi padre, que él consintió en llevarme al Club de Ajedrez de La
Habana, el cual en aquel tiempo contaba entre sus numerosos miembros con varios
jugadores de marcada reputación. Aquí reanude el juego, pero sólo a una escala
moderada; y pronto tuve el placer de enfrentarme con los mejores jugadores del
club.
La primera
partida que jugué con un adversario de reputación mundial fue cuando
Taubenhaus, el famoso experto parisino, visitó La Habana. En aquella época yo
tenía apenas cinco años de edad. Taubenhaus me ofreció la dama de ventaja, y
cuando terminamos la primera partida él jugó otra en las mismas condiciones.
Algunos años atrás, cuando fui de visita a París, después del torneo San
Sebastián, encontré a Taubenhaus, y en nuestra conversación él habló de esas
dos partidas, diciendo que él había tenido la impresión de haber perdido ambas.
El Maestro Jean Taubenhaus,
Varsovia 14/12/1850 - Paris 14/ 09/1919
La pregunta que
más frecuentemente me hacen es ¿a qué atribuyo mi precoz inicio en el ajedrez?
Apenas puedo decir que se debió en parte a un dominio de los principios del
juego, nacido de lo que a menudo sentí que era una peculiar intuición, y en
parte por que poseía una memoria especialmente desarrollada – una memoria mucho
más desarrollada que la de un niño normal de cuatro años.
Recuerdo cómo
los soldados de la fortaleza de La Habana encontraron diversión en colocarse
delante del dependiente de la guarnición – ¡el pobre hombre! – y frente a mí.
Entonces comenzaban a leer grandes cantidades que nosotros debíamos sumar,
dividir, y multiplicar. Yo siempre ofrecía la respuesta correcta antes de que
el dependiente pudiera comenzar. Además, aunque no pretendo decir que mi
memoria era en ese entonces la de un Macaulay o un John Stuart Mill, era un
hecho que en la escuela, después de una segunda lectura de siete páginas de
historia, lo podía recitar literalmente todo de memoria.
No es correcto
asumir, sin embargo, que mi habilidad en ajedrez depende solamente de una
memoria superdesarrollada. En el ajedrez, la memoria puede ser una ayuda, pero
no es indispensable. Actualmente mi memoria está muy lejos de lo que era en mi temprana
juventud, pero mi juego es indudablemente mucho más fuerte que en ese entonces.
La maestría en ajedrez y la brillantez del juego no dependen mucho de la
memoria como si del peculiar funcionamiento de las facultades del cerebro.’